Fin de tedio.
Estimado Señor.
Me dirijo a usted en la seguridad de que va a
recordarme.
No conocimos en la Estación Principal del Este,
hace sólo unos días. Usted tomaría el mismo tren que yo y su destino sería la
misma ciudad desde donde remito urgentemente las presentes palabras. Soy el
viajero de la gabardina, a quien usted se dirigió interesado en el motivo de
vestirla en un compartimento donde claramente no hacía frío. Estaba usted en lo
cierto, la vestía mas no hacía frío. Le sonreí como respuesta y usted entendió
– y entendió bien – que yo recibí su asalto afablemente; creo que fue por ésta
mi reacción que usted aceptaría grata mi presencia.
Durante las siguientes horas, usted y yo
intercambiamos pareceres primero, complicidades después y, finalmente, sucesos
y ocasiones de nuestras respectivas biografías. Pero sólo usted compartió
impresiones respecto a estas últimas. Su esposa, su hija, una vez disipada la
emoción de la novedad, alargaban sus días en tedio; ambas acumulaban sobre su
paciencia anécdotas cuyas previsibles historias sólo variaban nombres y lugares
y tiempos. El hastío calmaba su punción cuando usted o ellas partían y se
separaban; la sola imagen del regreso a su compañía la traían de vuelta. Cuando
nos despedimos en la estación, un apretón de manos significó un compromiso. El
mío. Su petición había resonado clara.
Esperé a que usted pudiera dejar de verme y le
seguí. Me deshice de mis ropas identitarias y le seguí. Unos días. Sus relatos
confirmaron sus rutinas.
No hace mucho que he dejado su casa. Su esposa
y su hija me han abierto la puerta y, confiadas en una expresión de amistad falsamente
confirmada en ciertos detalles que de usted he dado, me han dejado pasar. Le he
rogado a su esposa que le llamara a usted por teléfono para comunicar mi
visita; cuando se ha girado hacia el teléfono, he golpeado a su hija en la cara
y se ha desmayado. Su esposa, al escuchar el ruido, se ha girado de nuevo hacia
mí y también he tenido que reducirla. Ninguna ha gritado. Nadie lo ha oído.
Su esposa yace en el dormitorio. Su hija, en
la bañera del aseo común. Aquélla está amordazada y atada a los maderos de la
cama. Le falta un ojo; no ha sangrado mucho, pero su aspecto es aparatoso. El
ojo está ocultado en la casa. Está desvanecida; no ha vuelto en sí siquiera
cuando he grabado unas palabras en sus mejillas. En cuanto a su hija, no tiene
posibilidad de moverse o gritar en la bañera; ya averiguará usted por qué. El
agua de los grifos corre sin pausa, pero no rápidamente. He taponado el
desagüe, de modo que la niña se ahogará o no, dependiendo del tiempo que usted
tarde en llegar al apartamento.
En adelante, se acabó el tedio. Desde este instante.
La visión de su mujer y de su hija, marcadas y mutiladas por un amistoso
desconocido, acaso la visión de su hija muerta, hará perdurar en sus días la
aprensión que ya ha brotado en usted, visión que ya ha comenzado a ser un
recuerdo y su emoción. El sufrimiento es enemigo de la apatía. Espero que
dificulte su sueño. Espero que también lo consiga cada imagen de y cada palabra
hablada con este desconocido del tren a quien usted halagó con su atención. Y
esta carta. Además, se confirmará la bondad del propósito de estos mis actos si
usted decide buscarme, a lo cual le animo. Comience buscando el ojo de su
esposa, acaso haya yo cometido el error de dejar algún testimonio que permita
rastrearme. Lo que es probable.
Sin otro particular, me despido, deseando que
no esté leyendo esta última línea y haya salido al hallazgo de su familia.
Atentamente.
Su querido servidor.
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