Arquitectura del suicidio.
Observó la
pared y reflexionó una decoración. El resto de la habitación se calculaba en
una sobria elegancia y la mujer consideró que su reflejo sería aquel adorno.
Así apareció
el espejo que toda una pared cubrió.
La marca de
la ocurrencia en la solución atraería después, pronto, el hábito ordenado de la
visita, hábito que obró la llegada de otros enseres. Los nuevos moradores
aprobaban con su presencia la resolución de su aparición y fue así que su
causante comenzó a descuidar otras estancias por la moldeada bienvenida de la
habitación duplicada.
Fue luego el
juego, la variación posicional de los objetos, la embriaguez de cada nueva
articulación repetida en la luz que los batientes de la puerta y las ventanas
permitían alojar, circular, reimaginando aristas y volúmenes en la transición
de las horas. Mas fue también el destello de lo no variante percibido, la
inmovilidad de la puerta y la ventana, su permisividad engañadora, ocultadora.
El brillo
quedó registrado; la variación no era conductiva, no era más que la habitación
una y otra vez. El ámbito estaba cerrado; la alteración, la actualización, no
posibilitaba la salida del reflejo. También la mujer variaría en la imagen. Se
percibía espacial en ella. Interior. Allí.
En una habitación cuya puerta, cuyas ventanas, eran inaccesibles, ella estaba.
Pronto
comenzó a permanecer en la habitación cuyas aberturas eran intransitables. Fue
así como dejó de aparecer, como desapareció el reflejo,
En la
unicidad ignorada, en la inercia llamada voluntad, la mujer no conoció que no
abandonaría la habitación. Apenas la desazón del hambre que emanó
intransferible y por ello tolerada.
Devorada de
sí misma, dejó de latir. Plana su tumba.
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© Protegido.
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