Eídōlon.
La joven mujer se encontró ante la estatua.
Los sacerdotes prohibían la presencia de
soldados alrededor del templo durante ese ciclo y cada fiel se encontraría en
su aposento. Sólo las niñas podían subir la escalinata comenzado el tiempo de
la noche y, sin tocarlo, depositar en el último peldaño la ofrenda a la vista
del primer guardián de piedra. La mujer alcanzaría el oratorio
sin más obstáculo que el distinto recuerdo de las distintas narraciones oídas a
las ancianas y que referían la distribución de las estancias.
Ningún guardián consintió su tránsito o la
detuvo. Observaba la última estatua. El último guardián, el
dios. Los rasgos en la piedra apenas diferían de los del
primer guardián y, en la grávida familiaridad compartida, esperó. Los
sacerdotes afirmaban que el primer guardián asentía en el cambio de las
sombras: cuando regresaban de su retiro, recogían el ya purificado
ofrecimiento, descalzados sobre el último peldaño y examinaban la aparición de
la aprobación en el rostro. Sólo después cruzaban el umbral de la jaula de
columnas para alcanzar aquel oratorio que ahora también contenía a la mujer.
La luz apenas insistía su presencia en el reducido
aposento. En los extremos de su breve paso, el dios era una sospecha y su
presagio. La mujer no había dispuesto el sueño y la expectación iba a crecer
aterida; la obstinación de ese frío negó la sensibilidad del cansancio y la oposición.
Fijando la mirada en el guardián, la mujer no volvería a dormir, y en esa irreconocible
seducción que hacía cabal la aspiración, percibió un cambio como un movimiento.
La cabeza de la estatua giró.
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Se cerró el ciclo. Ante los fragmentos de la
talla desmoronada, los sacerdotes encontraron una mujer muerta, en pie, su
cuerpo reproduciendo simétrico el gesto que del dios conocieran. En el pronto rumor
de los fieles regresados, los sacerdotes no temieron. Como una pregunta, sólo
después escribirían que la piedra era ahora carne y
mujer. Mas para ningún lector.
La hornacina apenas resguardaba el cadáver y en
otros ciclos se endurecería. En un tacto se promovieron nuevas narraciones. Ninguna
hablaba de una niña que fue mujer y que en la presencia del primer dios murió
de arrobo ahíta. Así cubrió la piedra las losas: discípulo de los sacerdotes,
dios solo, descubrió por una sombra que aquéllos ocultadores le enseñaban. Y en
la súbita belleza, el dios se resquebrajó.
Los sacerdotes guardaron discretos los restos que
compusieran la estatua, desconociendo que dos cadáveres habían hallado.
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