La oscuridad y sus lobos.
Ascendía por las escaleras
sosteniendo la última caja entre las palmas de las manos. Pensó en un color.
Alcanzó la entreabierta puerta del apartamento, cruzó su umbral y la empujó tras
de sí sin dejar de caminar. De vuelta en la habitación, recordó el color y lo
desechó. Observó las cajas apiladas contra las paredes. Apenas se puso de
puntillas para alcanzar el vacío rectangular que la nueva caja llenaría. Vacía
también. No la única, mas sí la última.
Se tendió en el suelo entre las
elevaciones de madera. Una paciencia imaginó aquella variación cromática en la
cual se complicaba la nueva caja, como si pensada. Giraba la cabeza entre una y
otra pared. Las cajas contenían cuanto hubiera ocupado esas habitaciones que ya
resonaban huecas o resonantes a la voz, a los pasos. También todo aquello que no
vistiera en esas horas pertenecía ya a las cajas. Los gendarmes aún tardarían
en llegar para pretender detenerla, primero, y arrojarla a las calles, después.
Desde el suelo, observando cada caja,
procuró recordar contenidos. Erraría, mas no lo supo; la certeza fue la
consecuencia última y la causa primera de aquella disposición o sistema. Aquél por
quien se había inclinado a iluminar el desamparo de lo deshumano, había
impuesto no conservar lo recibido, lo producido, lo logrado en el tiempo de esa
coexistencia que tanto había tardado en agotarse. Cuando los gendarmes
penetraran en el apartamento y la llamaran y la encontraran, ella no se pondría
en pie y se dejaría prender y respondería a preguntas si preguntas se
producían. La orden impresa se adhería a la puerta de entrada de ese espacio
donde alguna vez reverberara la risa incompleta de una niña. Una copia de esa
orden conservaba ella en un bolsillo.
Fueron las horas contadas y los
gendarmes aparecieron y la llamaron y la encontraron; imaginando la autoridad
que no podían poseer, la pusieron en pie y sus muñecas sujetaron a su espalda.
No agotaron el asombro en las palabras de los comentarios sobre la escena de la
casa vaciada y de la habitación del castillo de piezas de colores. No
preguntaron; no obstante, ella respondió que una niña jugaba a ser la princesa
de ese castillo. No alcanzaron el cuidado porque no calcularon el tiempo
verbal. Ahítos de presencias, fue así que no repararon en otras preguntas.
La llevaron fuera. Fuera deshicieron
la breve captura, fuera la abandonaron, o la conminaron, y fuera se alejó.
Volvieron a buscarla, sin embargo; la hallaron,
cerca, entre los árboles y contra uno de ellos encogida. Como en espera. También
en espera la encerraron. En la celda escasa se cumplió la dilación en la aparición
de aquél por quien se había inclinado a iluminar el desamparo de lo deshumano.
Preguntaría por la niña que había reverberado su risa en aquel espacio sellado aún
por una orden en papel.
- No está con
tus padres.
- No.
¿ Dónde está ?
- En el
castillo. En sus aposentos, donde las princesas se guardan de la oscuridad y
sus lobos.
Y dentro de una de las piezas del castillo de
colores encontraron a la princesa. Envuelta en un vestido real, blandamente amortajada
en su propio vómito. Y la mujer iluminada por el desamparo de lo deshumano fue
recluida para no volver a caminar fuera de una cárcel y de su hospital. Porque unas
solicitud recibió de no conservar lo recibido, lo producido, lo logrado. Porque
todo lo entregó. Porque fue señalada responsable de la ingestión del veneno por
quienes creían en la individualidad de los actos, de las acciones. O en su
discontinuidad. Por quienes creían en que el amparo no es una poética. Pero nadie
está a salvo de esa otra poética del desamparo: la venganza o el rencor existieron
nombrados para así clasificar a la mujer tan sólo, pues donde todo se corresponde
en una determinación, todo se precisa en todo.
La matemática entregó la cuenta exacta de una solicitud.
Otra matemática fue el reproche de la cárcel y del hospital. Sola injusticia.
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© Protegido.
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