jueves, 6 de mayo de 2021

Albert Sans - El libro y el lector.

 

El libro y el lector.

 

 El hombre no sobreviviría a la noche. En otra luz le hallarían; el desconcierto del hábito mudado ascendería las escaleras junto a la superstición o su aprensión dispuesta a confirmarse. Frente a él, una página apenas descansaba sobre las otras, aleteada por la corriente de aire que conmovía además la llama en el candil; sólo sombras discontinuamente restaurando la respiración desde la cabeza derrumbaba sobre el pecho.

 

 Cuando el hombre alcanzó la estancia, ordenó subir el recipiente con aceite que descansaba sobre la mancha pintada en el alféizar del tragaluz. Crujía la mecha en el fuego; apenas el crepúsculo se anunció, a la vez completado y dando comienzo a los jirones, una mano desplazó un cristal. Detenido, embelleció el espejismo ribeteando los tejados de las casas, sus chimeneas resaltando la ausencia de bruma. Una inquietud sostenía su constante en el hombre en pie, apoyadas las manos a ambos lados del marco de madera; abajo, ya las esquinas impedían descifrar las siluetas. Desde allí, más pequeñas las manos sobre el alféizar, vigilaría la aparición de la figura de su madre derramándose sobre la piedra del pasaje. Nunca hubo regresado tras la puesta del sol; el niño solo dejaría de correr para recibirla, por los crujidos tras las pisadas desde las escaleras aún emplazado. La mujer entraba en el aposento y recibía la mirada buscada del hijo; desde su asiento, percibía cada vez el olor a madera quemándose en las ropas, albergado apenas estuvo tras los muros; vestía también un frío extrañado que inclinaba postponer las preguntas y que dejaba al alejarse junto a las respuestas. La puerta cerrándose agitaba los brazos del demon del fuego en aquel mismo candil y exponía que la penumbra de la estancia era un abandono del crepúsculo articulado. Los hijos honraron a la mujer en esa aparición, en la percepción de presente y de recuerdo. El espacio que ocupaba sus noches sería medido en esa substantividad. Sin diferenciaciones el espacio, uno. Donde la imagen de la permanencia era inasible, la impronta de la eternidad moderaba toda aprehensión. 

 

 Era la soledad imposible así. Imposturas el libro y el ventanal, sólo. Seducción de la distancia. Fetiche el medio, el material, agente o condición de adecuación. A la moral por la física. Su aparición comenzó en las palabras que les dieron relieve; en la sensibilidad se hicieron graves y el ánima precipitó en el nombre. Entonces el tacto, la mirada, devino espera y anticipación y el desengaño no fue en las nuevas esperas. Y era de este modo la soledad temida, no en la sospecha, mas en la certidumbre del mecanismo de la conjuración. 

 

 Los estertores siguieron a la somnolencia. Lo soñado fue el presente, su sincronicidad denunciando la memoria o tiempo. El castillo rodeado, los arcos que disparan las flechas con el fuego, las hachas que arrojan desde las troneras quienes entran, los soldados desplomándose en el foso. Los jinetes se aproximan desde el valle y están en la retaguardia de los rebeldes y las espadas degüellan desde atrás y empujan y arrastran a los soldados hasta los perros y los perros comienzan a devorarlos vivos y dan tirones a la carne y los aullidos de los hombres cesan y, muertos, los terminan de devorar. El juicio a los traidores y la traición, su padre de un lado y del otro y su cuerpo colgando del cuello y los meses de restauración y la paz. 

 

 Y el tiempo fue la llama y la madre.

 

 

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© Protegido.




 

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