viernes, 26 de octubre de 2018

Joachim Schwabing - La oscuridad y sus lobos.




La oscuridad y sus lobos.

 Ascendía por las escaleras sosteniendo la última caja entre las palmas de las manos. Pensó en un color. Alcanzó la entreabierta puerta del apartamento, cruzó su umbral y la empujó tras de sí sin dejar de caminar. De vuelta en la habitación, recordó el color y lo desechó. Observó las cajas apiladas contra las paredes. Apenas se puso de puntillas para alcanzar el vacío rectangular que la nueva caja llenaría. Vacía también. No la única, mas sí la última.

 Se tendió en el suelo entre las elevaciones de madera. Una paciencia imaginó aquella variación cromática en la cual se complicaba la nueva caja, como si pensada. Giraba la cabeza entre una y otra pared. Las cajas contenían cuanto hubiera ocupado esas habitaciones que ya resonaban huecas o resonantes a la voz, a los pasos. También todo aquello que no vistiera en esas horas pertenecía ya a las cajas. Los gendarmes aún tardarían en llegar para pretender detenerla, primero, y arrojarla a las calles, después. 

 Desde el suelo, observando cada caja, procuró recordar contenidos. Erraría, mas no lo supo; la certeza fue la consecuencia última y la causa primera de aquella disposición o sistema. Aquél por quien se había inclinado a iluminar el desamparo de lo deshumano, había impuesto no conservar lo recibido, lo producido, lo logrado en el tiempo de esa coexistencia que tanto había tardado en agotarse. Cuando los gendarmes penetraran en el apartamento y la llamaran y la encontraran, ella no se pondría en pie y se dejaría prender y respondería a preguntas si preguntas se producían. La orden impresa se adhería a la puerta de entrada de ese espacio donde alguna vez reverberara la risa incompleta de una niña. Una copia de esa orden conservaba ella en un bolsillo.

 Fueron las horas contadas y los gendarmes aparecieron y la llamaron y la encontraron; imaginando la autoridad que no podían poseer, la pusieron en pie y sus muñecas sujetaron a su espalda. No agotaron el asombro en las palabras de los comentarios sobre la escena de la casa vaciada y de la habitación del castillo de piezas de colores. No preguntaron; no obstante, ella respondió que una niña jugaba a ser la princesa de ese castillo. No alcanzaron el cuidado porque no calcularon el tiempo verbal. Ahítos de presencias, fue así que no repararon en otras preguntas.

 La llevaron fuera. Fuera deshicieron la breve captura, fuera la abandonaron, o la conminaron, y fuera se alejó.

 Volvieron a buscarla, sin embargo; la hallaron, cerca, entre los árboles y contra uno de ellos encogida. Como en espera. También en espera la encerraron. En la celda escasa se cumplió la dilación en la aparición de aquél por quien se había inclinado a iluminar el desamparo de lo deshumano. Preguntaría por la niña que había reverberado su risa en aquel espacio sellado aún por una orden en papel.

- No está con tus padres.

- No.

¿ Dónde está ?

- En el castillo. En sus aposentos, donde las princesas se guardan de la oscuridad y sus lobos.

 Y dentro de una de las piezas del castillo de colores encontraron a la princesa. Envuelta en un vestido real, blandamente amortajada en su propio vómito. Y la mujer iluminada por el desamparo de lo deshumano fue recluida para no volver a caminar fuera de una cárcel y de su hospital. Porque unas solicitud recibió de no conservar lo recibido, lo producido, lo logrado. Porque todo lo entregó. Porque fue señalada responsable de la ingestión del veneno por quienes creían en la individualidad de los actos, de las acciones. O en su discontinuidad. Por quienes creían en que el amparo no es una poética. Pero nadie está a salvo de esa otra poética del desamparo: la venganza o el rencor existieron nombrados para así clasificar a la mujer tan sólo, pues donde todo se corresponde en una determinación, todo se precisa en todo.

 La matemática entregó la cuenta exacta de una solicitud. Otra matemática fue el reproche de la cárcel y del hospital. Sola injusticia.



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© Protegido. 

lunes, 24 de septiembre de 2018

Joachim Schwabing - Consanguinidad.




Consanguinidad.

                                                                                                                              
 Era siempre uno. Un espectro. Cada vez. Las visitas diferenciaban la división de los días, mas nunca la del sueño. El hombre creyó primero que súbitos se revelaban; mas en una inusual espera halló que, acaso intangibles, algún hábito o memoria guiaban hasta la puerta de la habitación y en otra inercia su umbral transponían. Unos nunca desambiguaban la figura erguida; brevemente recorrían la estancia y regresaban a la puerta, donde no se demoraban. Otras representaban empujar hasta el ventanal un imaginado sillón, para detenerse después y alterar entonces el contorno hasta aparecer en aquél sentadas.

 El hombre sólo encontraba a los espectros en una habitación. Apenas insinuó su noticia a quienes con él habitaban la casa. Otros espectros fueron y serían percibidos por los demás residentes, quienes a su vez apenas insinuarían su noticia. Los habitantes de la casa creyeron que no eran observados por los espectros. Creencia equivalente fue la de los espectros; para éstos, eran los habitantes espectros, diferentes, siempre, en la impresión de uno solo.

 Más disposiciones compartieron habitantes y espectros: la ausencia del asombro, o del desconcierto, ante los visitantes. O la esperanza.

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© Protegido.



viernes, 17 de agosto de 2018

Joachim Schwabing - Fin de tedio.



Fin de tedio.

 Estimado Señor.


 Me dirijo a usted en la seguridad de que va a recordarme.

 No conocimos en la Estación Principal del Este, hace sólo unos días. Usted tomaría el mismo tren que yo y su destino sería la misma ciudad desde donde remito urgentemente las presentes palabras. Soy el viajero de la gabardina, a quien usted se dirigió interesado en el motivo de vestirla en un compartimento donde claramente no hacía frío. Estaba usted en lo cierto, la vestía mas no hacía frío. Le sonreí como respuesta y usted entendió – y entendió bien – que yo recibí su asalto afablemente; creo que fue por ésta mi reacción que usted aceptaría grata mi presencia.

 Durante las siguientes horas, usted y yo intercambiamos pareceres primero, complicidades después y, finalmente, sucesos y ocasiones de nuestras respectivas biografías. Pero sólo usted compartió impresiones respecto a estas últimas. Su esposa, su hija, una vez disipada la emoción de la novedad, alargaban sus días en tedio; ambas acumulaban sobre su paciencia anécdotas cuyas previsibles historias sólo variaban nombres y lugares y tiempos. El hastío calmaba su punción cuando usted o ellas partían y se separaban; la sola imagen del regreso a su compañía la traían de vuelta. Cuando nos despedimos en la estación, un apretón de manos significó un compromiso. El mío. Su petición había resonado clara.

 Esperé a que usted pudiera dejar de verme y le seguí. Me deshice de mis ropas identitarias y le seguí. Unos días. Sus relatos confirmaron sus rutinas.

 No hace mucho que he dejado su casa. Su esposa y su hija me han abierto la puerta y, confiadas en una expresión de amistad falsamente confirmada en ciertos detalles que de usted he dado, me han dejado pasar. Le he rogado a su esposa que le llamara a usted por teléfono para comunicar mi visita; cuando se ha girado hacia el teléfono, he golpeado a su hija en la cara y se ha desmayado. Su esposa, al escuchar el ruido, se ha girado de nuevo hacia mí y también he tenido que reducirla. Ninguna ha gritado. Nadie lo ha oído.

 Su esposa yace en el dormitorio. Su hija, en la bañera del aseo común. Aquélla está amordazada y atada a los maderos de la cama. Le falta un ojo; no ha sangrado mucho, pero su aspecto es aparatoso. El ojo está ocultado en la casa. Está desvanecida; no ha vuelto en sí siquiera cuando he grabado unas palabras en sus mejillas. En cuanto a su hija, no tiene posibilidad de moverse o gritar en la bañera; ya averiguará usted por qué. El agua de los grifos corre sin pausa, pero no rápidamente. He taponado el desagüe, de modo que la niña se ahogará o no, dependiendo del tiempo que usted tarde en llegar al apartamento.

 En adelante, se acabó el tedio. Desde este instante. La visión de su mujer y de su hija, marcadas y mutiladas por un amistoso desconocido, acaso la visión de su hija muerta, hará perdurar en sus días la aprensión que ya ha brotado en usted, visión que ya ha comenzado a ser un recuerdo y su emoción. El sufrimiento es enemigo de la apatía. Espero que dificulte su sueño. Espero que también lo consiga cada imagen de y cada palabra hablada con este desconocido del tren a quien usted halagó con su atención. Y esta carta. Además, se confirmará la bondad del propósito de estos mis actos si usted decide buscarme, a lo cual le animo. Comience buscando el ojo de su esposa, acaso haya yo cometido el error de dejar algún testimonio que permita rastrearme. Lo que es probable.

 Sin otro particular, me despido, deseando que no esté leyendo esta última línea y haya salido al hallazgo de su familia.   


 Atentamente.

 Su querido servidor.


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© Protegido.



lunes, 30 de julio de 2018

Joachim Schwabing - Subestima del oleaje.



Subestima del oleaje.

 Temía el dolor, al dolor. Lo explicaba en la carta que depositó a la vista en el suelo de la habitación. Escritas en el sobre, unas palabras solicitaban cualquier intento para despertarme.

 Moriría en el sueño. Océanos de dolor y su angustia.

 No despertaría más.


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© Protegido


martes, 24 de julio de 2018

Joachim Schwabing - Eídōlon.



Eídōlon.


 La joven mujer se encontró ante la estatua. 

 Los sacerdotes prohibían la presencia de soldados alrededor del templo durante ese ciclo y cada fiel se encontraría en su aposento. Sólo las niñas podían subir la escalinata comenzado el tiempo de la noche y, sin tocarlo, depositar en el último peldaño la ofrenda a la vista del primer guardián de piedra. La mujer alcanzaría el oratorio sin más obstáculo que el distinto recuerdo de las distintas narraciones oídas a las ancianas y que referían la distribución de las estancias. 

 Ningún guardián consintió su tránsito o la detuvo. Observaba la última estatua. El último guardián, el dios. Los rasgos en la piedra apenas diferían de los del primer guardián y, en la grávida familiaridad compartida, esperó. Los sacerdotes afirmaban que el primer guardián asentía en el cambio de las sombras: cuando regresaban de su retiro, recogían el ya purificado ofrecimiento, descalzados sobre el último peldaño y examinaban la aparición de la aprobación en el rostro. Sólo después cruzaban el umbral de la jaula de columnas para alcanzar aquel oratorio que ahora también contenía a la mujer.

 La luz apenas insistía su presencia en el reducido aposento. En los extremos de su breve paso, el dios era una sospecha y su presagio. La mujer no había dispuesto el sueño y la expectación iba a crecer aterida; la obstinación de ese frío negó la sensibilidad del cansancio y la oposición. Fijando la mirada en el guardián, la mujer no volvería a dormir, y en esa irreconocible seducción que hacía cabal la aspiración, percibió un cambio como un movimiento. 

 La cabeza de la estatua giró.

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 Se cerró el ciclo. Ante los fragmentos de la talla desmoronada, los sacerdotes encontraron una mujer muerta, en pie, su cuerpo reproduciendo simétrico el gesto que del dios conocieran. En el pronto rumor de los fieles regresados, los sacerdotes no temieron. Como una pregunta, sólo después escribirían que la piedra era ahora carne y mujer. Mas para ningún lector.

 La hornacina apenas resguardaba el cadáver y en otros ciclos se endurecería. En un tacto se promovieron nuevas narraciones. Ninguna hablaba de una niña que fue mujer y que en la presencia del primer dios murió de arrobo ahíta. Así cubrió la piedra las losas: discípulo de los sacerdotes, dios solo, descubrió por una sombra que aquéllos ocultadores le enseñaban. Y en la súbita belleza, el dios se resquebrajó. 

 Los sacerdotes guardaron discretos los restos que compusieran la estatua, desconociendo que dos cadáveres habían hallado.




© Protegido

miércoles, 27 de junio de 2018

Nueva edición de Extenuación por la Implacable Sosa, de Joaquín C. Plana, en bubok.es


Extenuación por la Implacable Sosa, Volumen II de CUEVA DE ILOTAS EXÁNIMES.



Imaginen una empresa y su tarea de producción. Imaginen que necesitara de beneficios,y de reputación.
Imaginen que tal empresa pudiera clasificarse bajo las palabras colegio privado y que fueran niños y niñas los medios para aquellos beneficios y aquella reputación. Imaginen que tales niños y niñas fueran, pues, un producto.

 Recoge los textos clasificados como Imaginen ... XVI - XXIX, más Empresas: valles de los caídos en el blog joaquinplana.wordpress.com ...


domingo, 27 de mayo de 2018

Joaquín C. Plana - Extenuación por la Implacable Sosa.

 Extenuación por la Implacable Sosa, Volumen II de Cueva de Ilotas Exánimes. Nueva publicación en formato e-book. 
 Recoge los textos clasificados como Imaginen ... XVI - XXIX, más Empresas: valles de los caídos en el blog joaquinplana.wordpress.com ...
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