jueves, 28 de marzo de 2019

George C. de Lantenac - Un barco en un jardín.


Un barco en un jardín.


Las instituciones sustentadas con capital privado que rechazan una evaluación externa de la organización de sus programas se mienten objetividad en la subjetividad retroalimentada que llama libertad a lo arbitrario no contrastado. Es un estado absoluto cuyo principio es una oposición en la forma de una negación de verosimilitud a otras lógicas. La ausencia de reconocimiento de una relación positiva dialéctica - dialéctica ciega -, la imposibilidad de principio de ser cuestionadas, tiene la consecuencia de apuntalar la razón de la objetividad ficticia de las instituciones.

La dialéctica ciega y autocomplaciente es un barco construido para decorar un jardín. No sabe del mar y de sus olas, mas su artesano ha imaginado los elementos sólo para crearlo altivo a su respecto. De ellos vencedor siempre. La convicción literaria, su fe, no sabe ceder.


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La reproducción del texto de George C. de Lantenac se realiza con el expreso consentimiento del traductor de la obra Ensayo sobre la Muerte de Jesús de Nazareth, Albert Sans.

sábado, 23 de febrero de 2019

Joachim Schwabing - Historia de la Literatura.



Historia de la Literatura.


 Observado desde fuera. Descripción.

 El caserón se izaba en el extremo más iluminado del pasaje, no lejos de la escarpada caída. Las arboledas desatendidas acuciaban sus greñas en el intento vanidoso, mas fallido, de la sola atención. Tablones resquebrajados y rectificados, por la humedad sucios, parecían cegar ventanales y puertas. Sólo la entrada principal había permanecido sin cubrir; el hierro que creaba los batientes se mancillaba en una carnosa cadena cruzada cuya percusión desconocida heriría el color como un rocío regular. Una escalinata suficientemente despojada de losetas derrumbaba cualquier pretensión de aproximación; por encima, el tejado inclinado manejaba la sinonimia desiderativa de la escalinata.

 Descripción y tedio.

 Quien hasta allí llegara dejó de escribir y, permaneciendo sentado sobre la tierra, guardó el pliego de papeles que había estado usando. Observaba la fachada del caserón y desescribía el texto que mórbido hallaba. La descripción mentía y negaba adecuación a un tiempo.

 Al borde del acantilado, al final del sendero, amenazaba la presencia de la mansión. Imposible la ocultación tras el bosquecillo seco. Observando la construcción, se destacaban las maltratadas tablas que ocultaban todas las entradas y salidas; excepto una, la del portón frontal, ofensivamente sujeta por los gruesos eslabones de una decisión que despellejaba su color primero. Pero antes de ella, la breve escalera desnudada de sus baldosas; después y arriba, la cubierta también rechazaba la atracción.

 Desescribía. Pero la aprensión de no haber escrito en primer término y la de la correspondencia de los textos. También podía en otra correspondencia desescribirse el último escrito.

 Sobre las rocas y el mar, a través de las pestañas escuetamente frondosas del bosque, desvalidas miraban las ventanas de la casona. Sola, la entrada se aherrojaba ante los profanadores de soledad. Ya el suelo de los peldaños los impugnaba, igualmente amenazantes los visibles techos. 

 Este texto desescribía al anterior. Y al anterior. Mas todos se desescribían entre sí porque todos lo hacían ya mientras se producían, percibida su noticia en una pausa, en su recelo o sospecha. Así, los textos estaban desescritos. Quien recibiera cualquiera de ellos lo desescribiría a su vez, en la producción que la recepción distrae en cristalización; ésta lo fijaría y lo haría rotar en el eje de una acumulación que la metáfora llama raíz o memoria, y cuya pobreza u orientación sustituiría propiamente el texto desescrito recibido, sin renovarlo. Pues todo texto es siempre nuevo.

 Este texto desescribía al anterior. Y al anterior. Mas todos se desescribían entre sí porque todos lo hacían ya mientras se producían, percibida su noticia en una pausa, en su recelo o sospecha. Así, los textos estaban desescritos. Quien recibiera cualquiera de ellos lo desescribiría a su vez, en la producción que la recepción distrae en cristalización; ésta lo fijaría y lo haría rotar en el eje de una acumulación que la metáfora llama raíz o memoria, y cuya pobreza u orientación sustituiría propiamente el texto desescrito recibido, sin renovarlo. Pues todo texto es siempre nuevo. 

 Este texto peleaba ahora su propio cristal. La transparencia era abrumadora en su incapacidad de atrapar los haces de luz aunque hábil se mostrara para convocarlos en una desviación absoluta. La certeza entonces de habitar una luz y de producir él un cristal para estar inmerso en ella. Como una aspiración confirmadora – confesadora – de derrota cuyo contento es, solo, una victoria.

 Quien permanecía sobre la tierra observando la fachada de aquella construcción en madera hallaba que el texto es un cálculo de todo cuanto no puede afirmarse, que lo labrado propone acabamiento, que la decisión se revela imposible entre los haces de la selección, que lo labrado y su fijeza invitan la urdimbre de la decisión. Que no hay resultado tal, que la generación es la constante. Que la trascendencia de la grafía es el asidero de la ausencia de intervención.

 Sufrían los ramas las ráfagas salinas que el precipicio ascendían acosando la pérdida de la alta casa de madera cuyos accesos obtusos no libraban al principal de un candado como un cruz; los pasos que hasta él subían, el alero que restaba, disuasores mostraban sus escamas sembradas cerca del camino.

 Fue el horror en la arquitectura. Un muerto como un héroe.

 Que el cristal es todo lo que se tiene.

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© Protegido.

viernes, 15 de febrero de 2019

Joaquín C. Plana - La ingenuidad de Galileo.



La ingenuidad de Galileo.


Galileo escribió:


´ Sería como si un déspota absoluto, no siendo ni médico ni arquitecto, pero sabiéndose libre para ordenar, decidiera administrar medicamentos y erigir edificios según su capricho – con gran peligro para las vidas de sus pobres pacientes y la rápida ruina de sus edificios – ´.

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 Imaginen una empresa. A su director. Que éste no estuviera cualificado para la producción de un artículo que se comprometería a elaborar y que no lo elaborara. Pero que, haciendo uso de la esperanza ajena – cuya forma contante es la inversión económica –, fuera convincente que el artículo prometido podría elaborarse. Mientras que el artículo a elaborar habrá de ser otro.

  - Pueden pasar a recogerlo.

 Y no se diría otro a los ojos de la esperanzada clientela, convencida y satisfecha en la sola entrega, en seda y brillo envuelta. La inversión ha sido exitosa.

 Es la esperanza la que hace certidumbre de la ilusión del éxito. La que obvia la ilusión. Aquel director lo sabría: los espectros se reconocen entre ellos, sólo hay que orientar la percepción. Se evita la responsabilidad así: cómo culpar a una visión, cómo probar lo inductivo.

 Ingenuidad de Galileo.

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© Joaquín César Plana Alcaraz.

Joachim Schwabing - Metástasis de la metáfora.




Metástasis de la metáfora.

 Resonó el timbre del teléfono en el salón principal y descendió por las escaleras hasta él. Levantó el auricular, saludó y esperó. La familiaridad del sonido de la voz condujo pronto la identificación de que era su propia voz. Pronto también identificó como suyo el contenido que la voz canalizaba.

 El solo habitante del caserón destruyó el teléfono, retiró los cables que lo conectaban, cegó ventanas y puertas y se dispuso al hambre que lo consumió rodeado de voces.





© Protegido.


viernes, 26 de octubre de 2018

Joachim Schwabing - La oscuridad y sus lobos.




La oscuridad y sus lobos.

 Ascendía por las escaleras sosteniendo la última caja entre las palmas de las manos. Pensó en un color. Alcanzó la entreabierta puerta del apartamento, cruzó su umbral y la empujó tras de sí sin dejar de caminar. De vuelta en la habitación, recordó el color y lo desechó. Observó las cajas apiladas contra las paredes. Apenas se puso de puntillas para alcanzar el vacío rectangular que la nueva caja llenaría. Vacía también. No la única, mas sí la última.

 Se tendió en el suelo entre las elevaciones de madera. Una paciencia imaginó aquella variación cromática en la cual se complicaba la nueva caja, como si pensada. Giraba la cabeza entre una y otra pared. Las cajas contenían cuanto hubiera ocupado esas habitaciones que ya resonaban huecas o resonantes a la voz, a los pasos. También todo aquello que no vistiera en esas horas pertenecía ya a las cajas. Los gendarmes aún tardarían en llegar para pretender detenerla, primero, y arrojarla a las calles, después. 

 Desde el suelo, observando cada caja, procuró recordar contenidos. Erraría, mas no lo supo; la certeza fue la consecuencia última y la causa primera de aquella disposición o sistema. Aquél por quien se había inclinado a iluminar el desamparo de lo deshumano, había impuesto no conservar lo recibido, lo producido, lo logrado en el tiempo de esa coexistencia que tanto había tardado en agotarse. Cuando los gendarmes penetraran en el apartamento y la llamaran y la encontraran, ella no se pondría en pie y se dejaría prender y respondería a preguntas si preguntas se producían. La orden impresa se adhería a la puerta de entrada de ese espacio donde alguna vez reverberara la risa incompleta de una niña. Una copia de esa orden conservaba ella en un bolsillo.

 Fueron las horas contadas y los gendarmes aparecieron y la llamaron y la encontraron; imaginando la autoridad que no podían poseer, la pusieron en pie y sus muñecas sujetaron a su espalda. No agotaron el asombro en las palabras de los comentarios sobre la escena de la casa vaciada y de la habitación del castillo de piezas de colores. No preguntaron; no obstante, ella respondió que una niña jugaba a ser la princesa de ese castillo. No alcanzaron el cuidado porque no calcularon el tiempo verbal. Ahítos de presencias, fue así que no repararon en otras preguntas.

 La llevaron fuera. Fuera deshicieron la breve captura, fuera la abandonaron, o la conminaron, y fuera se alejó.

 Volvieron a buscarla, sin embargo; la hallaron, cerca, entre los árboles y contra uno de ellos encogida. Como en espera. También en espera la encerraron. En la celda escasa se cumplió la dilación en la aparición de aquél por quien se había inclinado a iluminar el desamparo de lo deshumano. Preguntaría por la niña que había reverberado su risa en aquel espacio sellado aún por una orden en papel.

- No está con tus padres.

- No.

¿ Dónde está ?

- En el castillo. En sus aposentos, donde las princesas se guardan de la oscuridad y sus lobos.

 Y dentro de una de las piezas del castillo de colores encontraron a la princesa. Envuelta en un vestido real, blandamente amortajada en su propio vómito. Y la mujer iluminada por el desamparo de lo deshumano fue recluida para no volver a caminar fuera de una cárcel y de su hospital. Porque unas solicitud recibió de no conservar lo recibido, lo producido, lo logrado. Porque todo lo entregó. Porque fue señalada responsable de la ingestión del veneno por quienes creían en la individualidad de los actos, de las acciones. O en su discontinuidad. Por quienes creían en que el amparo no es una poética. Pero nadie está a salvo de esa otra poética del desamparo: la venganza o el rencor existieron nombrados para así clasificar a la mujer tan sólo, pues donde todo se corresponde en una determinación, todo se precisa en todo.

 La matemática entregó la cuenta exacta de una solicitud. Otra matemática fue el reproche de la cárcel y del hospital. Sola injusticia.



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© Protegido. 

lunes, 24 de septiembre de 2018

Joachim Schwabing - Consanguinidad.




Consanguinidad.

                                                                                                                              
 Era siempre uno. Un espectro. Cada vez. Las visitas diferenciaban la división de los días, mas nunca la del sueño. El hombre creyó primero que súbitos se revelaban; mas en una inusual espera halló que, acaso intangibles, algún hábito o memoria guiaban hasta la puerta de la habitación y en otra inercia su umbral transponían. Unos nunca desambiguaban la figura erguida; brevemente recorrían la estancia y regresaban a la puerta, donde no se demoraban. Otras representaban empujar hasta el ventanal un imaginado sillón, para detenerse después y alterar entonces el contorno hasta aparecer en aquél sentadas.

 El hombre sólo encontraba a los espectros en una habitación. Apenas insinuó su noticia a quienes con él habitaban la casa. Otros espectros fueron y serían percibidos por los demás residentes, quienes a su vez apenas insinuarían su noticia. Los habitantes de la casa creyeron que no eran observados por los espectros. Creencia equivalente fue la de los espectros; para éstos, eran los habitantes espectros, diferentes, siempre, en la impresión de uno solo.

 Más disposiciones compartieron habitantes y espectros: la ausencia del asombro, o del desconcierto, ante los visitantes. O la esperanza.

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© Protegido.



viernes, 17 de agosto de 2018

Joachim Schwabing - Fin de tedio.



Fin de tedio.

 Estimado Señor.


 Me dirijo a usted en la seguridad de que va a recordarme.

 No conocimos en la Estación Principal del Este, hace sólo unos días. Usted tomaría el mismo tren que yo y su destino sería la misma ciudad desde donde remito urgentemente las presentes palabras. Soy el viajero de la gabardina, a quien usted se dirigió interesado en el motivo de vestirla en un compartimento donde claramente no hacía frío. Estaba usted en lo cierto, la vestía mas no hacía frío. Le sonreí como respuesta y usted entendió – y entendió bien – que yo recibí su asalto afablemente; creo que fue por ésta mi reacción que usted aceptaría grata mi presencia.

 Durante las siguientes horas, usted y yo intercambiamos pareceres primero, complicidades después y, finalmente, sucesos y ocasiones de nuestras respectivas biografías. Pero sólo usted compartió impresiones respecto a estas últimas. Su esposa, su hija, una vez disipada la emoción de la novedad, alargaban sus días en tedio; ambas acumulaban sobre su paciencia anécdotas cuyas previsibles historias sólo variaban nombres y lugares y tiempos. El hastío calmaba su punción cuando usted o ellas partían y se separaban; la sola imagen del regreso a su compañía la traían de vuelta. Cuando nos despedimos en la estación, un apretón de manos significó un compromiso. El mío. Su petición había resonado clara.

 Esperé a que usted pudiera dejar de verme y le seguí. Me deshice de mis ropas identitarias y le seguí. Unos días. Sus relatos confirmaron sus rutinas.

 No hace mucho que he dejado su casa. Su esposa y su hija me han abierto la puerta y, confiadas en una expresión de amistad falsamente confirmada en ciertos detalles que de usted he dado, me han dejado pasar. Le he rogado a su esposa que le llamara a usted por teléfono para comunicar mi visita; cuando se ha girado hacia el teléfono, he golpeado a su hija en la cara y se ha desmayado. Su esposa, al escuchar el ruido, se ha girado de nuevo hacia mí y también he tenido que reducirla. Ninguna ha gritado. Nadie lo ha oído.

 Su esposa yace en el dormitorio. Su hija, en la bañera del aseo común. Aquélla está amordazada y atada a los maderos de la cama. Le falta un ojo; no ha sangrado mucho, pero su aspecto es aparatoso. El ojo está ocultado en la casa. Está desvanecida; no ha vuelto en sí siquiera cuando he grabado unas palabras en sus mejillas. En cuanto a su hija, no tiene posibilidad de moverse o gritar en la bañera; ya averiguará usted por qué. El agua de los grifos corre sin pausa, pero no rápidamente. He taponado el desagüe, de modo que la niña se ahogará o no, dependiendo del tiempo que usted tarde en llegar al apartamento.

 En adelante, se acabó el tedio. Desde este instante. La visión de su mujer y de su hija, marcadas y mutiladas por un amistoso desconocido, acaso la visión de su hija muerta, hará perdurar en sus días la aprensión que ya ha brotado en usted, visión que ya ha comenzado a ser un recuerdo y su emoción. El sufrimiento es enemigo de la apatía. Espero que dificulte su sueño. Espero que también lo consiga cada imagen de y cada palabra hablada con este desconocido del tren a quien usted halagó con su atención. Y esta carta. Además, se confirmará la bondad del propósito de estos mis actos si usted decide buscarme, a lo cual le animo. Comience buscando el ojo de su esposa, acaso haya yo cometido el error de dejar algún testimonio que permita rastrearme. Lo que es probable.

 Sin otro particular, me despido, deseando que no esté leyendo esta última línea y haya salido al hallazgo de su familia.   


 Atentamente.

 Su querido servidor.


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© Protegido.